La sombra del mar
La brisa del mar siempre me ha
despejado la mente. Se convierte en algo cuasi-hipnótico, liberando mi
subconsciente de la celda de la consciencia. Me ayuda a pensar mejor. La tarde
era estupenda para salir a navegar.
Lo cierto es que, estar solos en
ese lugar en mitad de la nada, también ayuda. Solos con los elementos básicos
que conforman la vida. Solos con el Sol, el viento, la tierra y el mar.
Te hace sentir tan pequeño, tan
insignificante, tan débil. No se tiene la misma confianza que te dan cientos de
miles de seres humanos al tu alrededor en una gran ciudad.
La isla está prácticamente
desierta y parece inhóspita, sin un atisbo de vegetación. Parece el planeta
Marte rodeado de agua. Así es la isla de Fuerteventura en las Islas Canarias.
Era la luna de miel perfecta en
nuestro velero alrededor de la isla, sólo nosotros dos. Después del jaleo
monumental que suponía la boda junto con el trabajo diario. Demasiados
detalles, demasiada gente, demasiado estrés.
Ahora el barco nos mece suavemente
mientras la brisa marina nos arrulla como si la madre naturaleza cuidase de
nosotros. Es en ese preciso momento, y no en otro, cuando la felicidad me
empieza a invadir mientras contemplo, con ojos somnolientos, mi recién casada
esposa mientras, ajena a mi tierna mirada, tuesta su dulce y suave piel en la
cubierta del barco.
¿Estará dormida? A mí también me
está entrando algo de sueño, aunque como capitán “temporal” del barco, siempre
me ha gustado que me llamen “capitán”, debo estar vigilante. Pero no hay
problema. Hemos anclado cerca de la playa, a sólo unos cientos de metros. Si
cierro los ojos un poco siento como la brisa del mar recorre mi cuerpo y
suaviza el castigo de los rayos del Sol. Sólo se oye el viento jugar con los
mástiles, al agua ronronear junto al casco del barco. Un chapoteo sordo.
Supongo que alguna madera a la deriva habrá golpeado el casco. No será nada
importante.
Abro los ojos y todo sigue igual.
El tiempo parece no pasar. La isla está en su sitio. El mar está en su sitio. El
barco nos mece en su sitio.
-
Ana, ¿Ana? - En la cubierta no está, ¿habrá
bajado a la bodega? Me da pereza levantarme.
No se habrá tirado al mar porque
la escalerilla no está colocada. Menos mal que me he dado cuenta. Me levantaré
a comprobarlo. La toalla por lo menos está ahí. El extraño silencio me
inquieta. En la bodega tampoco está. Veré en el agua. Me asomo por la borda y
no la encuentro.
-
Ana, si es una broma no me gusta, ¿Ana?¡Ana!
Fijándome un poco más veo una
sombra en el agua. ¿Se habrá sumergido? Sí, el agua fría del Atlántico
contrasta mucho con la piel recalentada por el Sol. Ana y yo hemos comentado
muchas veces el efecto relajante que provoca el contraste. Pondré la
escalerilla para cuando salga, la esperaré. Le sorprenderé. Aunque esa sombra
es extraña. No la distingo bien, pero ya está a punto de salir. ¡No! No es Ana.
Esas facciones, esos ojos, es... ¿qué es? ¿es un pez?
Sin darme cuenta me he asomado
demasiado por la borda. Sus garras han atrapado mi cara y mi brazo derecho. No
veo nada por culpa de esa mano escamosa. El agua está fría y me hundo.
Desciendo en segundos, hacia Dios sabe qué profundidad, lastrado por ese ser
indescriptible. Aunque quisiera verlo no puedo, hay agua por todos lados. Como
no reaccione pronto estaré muy abajo, y con la sorpresa no me ha dado tiempo a
coger aire.
Sin aire y con mis movimientos
descoordinados agotando mis reservas estoy perdido sin remedio. Este bastardo.
Casi me rompe el cuello y la espalda con la caída. No aguanto más. Aire. Con un
pie toco parte de su cuerpo. Le golpeo. Intento apartarlo a patadas. Mi
destreza habitual está anulada en este medio tan distinto. Aire. Una, dos, tres
patadas. A pesar de la lentitud de mis movimientos, noto que son lo
suficientemente fuertes para separarme de su presa. Aire. ¿Dónde estoy? ¡El
Sol! Hacia allí tengo que ir. Aire. Asciendo con lentitud. Aire. Ignoro si me
sigue. Aire. La superficie, aire, está tan cerca. Aire. Mis pulmones van a
estallar. Aire. Sólo un poco más. Aire.
-
¡Ana! - grito desesperado.
-
Tranquilo, tranquilo Alberto – Me dice el
Teniente al tiempo que me sujeta para que, del ímpetu, no me caiga de la cama -
Usted está en el hospital, ¿recuerda?
-
Ella está en el agua, – respondí inspirando
profundamente varias veces, falto de aire. Me encuentro lleno de sudor como si
me acabase de dar un baño – en el agua...
-
Entonces, eso podría explicar las heridas de la
cara y los moratones del brazo, pero, – dice el Sargento al tiempo que cruza
una mirada con el Teniente mientras me señala el pecho – la herida del costado,
¿cómo se la hizo?
-
Pero Ana... Está en esa casa
-
¿Qué casa? - pregunta el Teniente
-
La vi ahí, ustedes me creen, ¿verdad? Ese
monstruo se llevó a mi mujer y casi me lleva a mí.
-
Claro Alberto, claro. Usted ha estado sometido a
mucho estrés, y proseguimos la búsqueda de su mujer. - me reprocha el Sargento
- Insisto, ¿cómo se hizo la herida del costado? ¿Dónde estaba esa casa en la
isla?
-
Ella... – acababa de recordarla, en esa la
cápsula, esos tubos, ya no era ella – La culpa de todo lo tiene esa casa, allí
se encuentra pero ya no es ella, ¡ya no es ella! – respondí, al tiempo notaba
como se me rompía el corazón. Sólo podía llorar. Temblaba. De rabia, de
impotencia, de pena.
Lloraba por ella, ¿por qué a mí?
¿Y si no me creen? No la encontrarán nunca. Me da igual, yo también dudaría en
su situación. Después de lo que he pasado, me da igual lo que me ocurra. No me
importa. El mar, la Isla ,
esa casa. El dolor en el pecho es tan profundo como el mar. No puedo ignorar el
dolor que me arde en el costado. Llega la enfermera y algunos enfermeros. Un
pinchazo. Todo pasará. Como en un mal sueño.
-
Será mejor que nos marchemos, será mejor que
descanse – me dice el Teniente, tras mirarse mutuamente y dándome por perdido, al menos por hoy –
vámonos Sargento.
Salen de la habitación ambos.
Afuera, supongo, habrán más guardias. Me atan a la cama. No querrán que me
autolesione. Es comprensible, ya no me importa nada. No quiero vivir más.
-
Esta historia no tiene pies ni cabeza, mi
Teniente. ¿Monstruos acuáticos? – dice el Sargento – También ha dicho algo de
una casa.
-
Lo sé, nada tiene sentido, quizás es muy pronto
para hablar con él y sacar algo en claro– responde el Teniente – ya que parece
muy afectado. Después de todo, la mente en situaciones de estrés, es capaz de hacer
creíble lo más disparatado.
-
Esas heridas... igual se las ha hecho él mismo
mientras se deshacía del cuerpo, o durante la pelea con ella – teoriza el
Sargento.
-
Miguel, ¿tenemos noticias de los GEAS?
-
Todavía nada, mi Teniente. En el barco no hay
señales de violencia. Mañana podemos seguir con el interrogatorio y a ver si
aclaramos esto de una vez.
-
Eso espero, pero necesitamos el cuerpo.
Sargento, tenemos que encontrar a esa chica.
-
A la orden, mi Teniente.
-
El dueño del barco ha corroborado la declaración
del sospechoso, dice que subieron a bordo los dos. Esto es una locura.
La droga empieza a hacerme
efecto. Desde que vine de la isla y de esa maldita casa, en mitad de la nada,
no he vuelto a poder dormir en paz. Creo nunca más volveré a soñar. A veces, la
mente, para proteger la cordura del individuo por la realización de un hecho
horrible, crea ilusiones con tanto realismo que él mismo es incapaz de
discernir realidad de ficción. ¿Y si me lo he estado inventando todo? ¿Está
acaso mi juicio nublado por alguna barrera psicológica que no me deja ver con
claridad la simple y terrorífica verdad? La verdad siempre es mucho más
sencilla. Menos traumática.
Por lo menos desde la ventana
abierta del hospital se ve el mar. La brisa que entra por la ventana siempre me
ha despejado la mente. Se convierte en algo cuasi-hipnótico, liberando mi
subconsciente de la prisión de la consciencia. Me ayuda a pensar mejor.
Hace una tarde estupenda para
salir a navegar.
2 Comentarios:
Muy buen blog!
Lo acabo de ver y lo he leido de pasada, cuando tenga algo mñas de tiempo lo miraré detenidamente, porque tiene buena pinta.
Un saludo!
¡Muchas gracias! Yo también le estoy echando un vistazo al tuyo :-)
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